Destruye a tu amo

«Ya no serás más cautivo y serás verdaderamente libre. Destruye a tu amo. No obedezcas ninguna tendencia. La tecnología no es más nuestra aliada, más bien la condena a un callejón sin salida«

Las luces aledañas al Centro Internacional permanecían encendidas. A pesar de la hora avanzada, bien entrada la noche y con la madrugada al acecho, toda la zona del Museo Nacional se mantenía viva y alborotada. Lo que parecía una misión sencilla, conseguir un six pack de Costeña gris en el Oxxo, tomaba tintes de odisea debido a la pequeña multitud de borrachos y enfiestados a la espera de un turno para comprar y seguir bebiendo.

Hacer fila puede ser fácilmente una de las cosas que más detesto de vivir en sociedad, por lo que sugerir un plan B parecía ideal. Además, su casa no estaba lejos de aquel lugar. Mi sugerencia fue ir a buscar cualquier cerveza de litro en una tienda de su barrio. De seguro la vida en el Santafé seguía activa a esa hora, incluso mucho más que en este punto de la Séptima.

“Podríamos ir a buscar, pero seguro tendremos que echar andén” me respondió, tal vez dudando de que esa fuera una mejor idea. Sin reparar en las razones por las que el plan tendría que ser así, me arrojé sin pensarlo: “De una. ¡Estoy firme!.

Al caminar pocas cuadras la atmósfera se transformó por completo. Muchas tiendas seguían abiertas. La música a todo volumen se mezclaba en una especie de guerra de sonido que enfrentaba viejas rancheras con vallenatos Hilux y reggaetones apabullantes. Algunos chirretos contemplaban el movimiento desde su ladrilludo viaje, mientras algunos otros preparaban su bazuco para apenas emprenderlo.

Para las putas que se congregaban en alguna esquina era plena jornada laboral, la cual transcurría mientras algunas se maquillaban y otras tertuliaban sobre alguna cotidianidad que desconozco.

Una tienda cualquiera a mitad de la calle, con las rejas ya cerradas, pero en claro funcionamiento, fue nuestro destino. El amarillo predominaba por el mobiliario ya desgastado de cerveza Águila, así como unos afiches y neveras de Poker. La cerveza elegida en verdad no la recuerdo. Cualquiera de esas cervezas me sabe igual de barato, y decidir entre una y otra era inconsecuente. Que fuera una botella grande era lo único importante.

Fue así, cada uno con su litro en mano, que encontramos nuestro lugar en un anden cercano. Al igual que en el resto de la noche, la conversación fluía entre mil y un temas, cómo si nos conociéramos de mucho tiempo. Alguna película, un remoto viaje, algún recuerdo memorable. Cualquier cosa era excusa para avanzar en este intercambio incesante de palabras e ideas.

Un tema apareció de repente y se volvió protagonista. La causa fue notar que en medio de aquel momento ningún aparatejo nos había interrumpido. Por varias horas los teléfonos habían desaparecido. Ningún sonido de notificación, ni timbres, ni vibraciones, habían arruinado nuestra atención. La energía fue liberadora. La presión de mensajes sin contestar y numeritos rojos rogando por ser observados se había esfumado ante nuestro asombro.

Su voz me hizo consciente de nuestra condición de esclavos: “¡Estamos dominados parce! Estoy mamada de ver a un montón de idiotas transmitiendo su vida. Todos los días. ¡Esto no tiene fin! Selfies del desayuno. De cómo salieron a hacer ejercicio y fueron al gimnasio. Luego la foto oficineando. Mostrando el mensaje que les escribieron en el vaso de Starbucks. Lo más ridículo es que se sienten especiales cuando a todos les escribieron la misma mierda. Luego, foto del almuerzo en un restaurante caro que es igual a mil más. De postre unos memes que muestran su insatisfacción. Tal vez el momento más honesto del día. En la tarde comparten alguna frase motivacional. ¿A quién le importa? ¡No es más que una vida de ficción y postureo sin fin!”

Esa rabia desatada de improvisto me hizo reír y la cerveza se me salió por la nariz. Nos cagamos de la risa, pero para disimular mi vergüenza tuve que intervenir: “¿Has notado cómo cada red tiene su propósito? Esto que dices es puro Instagram: La cascada infinita de actividades y lugares que ya han sido registrados miles de veces pero que alimenta el afán de mostrarse y construir una imagen a su antojo. Ahora, Twitter…”

“Ush parce, el peor basurero” – añadió rápidamente.

“¡Total! – le dije – Aunque me parece una mierda, creo que es natural que tengamos opiniones sobre cualquier cosa. El problema es que ese Twitter ha desatado en las personas la ilusión de que su opinión importa. Ya no se necesita saber de un tema para botar su opinión a ese basurero. Todos crean su propia realidad basados en opiniones y las de otros que piensan igual a ellos. Algunos lo ven como su diario personal y van escribiendo sus penas y sus tragedias, echando vainazos y alimentando esa caldera de estiércol”

El volumen y la velocidad de nuestras intervenciones eran señal de que los ánimos iban en subida, y nada se salvaba. “¿Parce que me dices de Youtube?” Una pregunta retórica sonaba cómo el cargador de un revólver listo a disparar: “¿Cuántas miles de horas de video deben haber de pendejos que graban los conciertos todo mal? Si fuiste a ver un concierto no entiendo cuál es la necesidad de sacar tu puto teléfono todo el concierto para grabarlo en una resolución y sonido de mierda, mal enfocado, todo tembleque, para ocupar espacio de servidores en contenido que nadie va a querer ver. ¿Es tan malo solo ir a disfrutar el concierto y ya? ¿En serio necesitas demostrar que estuviste ahí? ¡A nadie le importa!”

Nada se salvaba de nuestro juicio. Linkedin, Tik-tok, Snapchat… Cualquier aplicación fue declarada nuestra enemiga, herramientas opresoras, destructoras de nuestra capacidad de concentración, de pensamiento y memoria. Aniquiladoras de nuestra personalidad y nada menos que armas de destrucción masiva para las pocas cosas bellas y valiosas que aún perduran en esta devastada y agonizante civilización.

Las primeras luces del día empezaban a colarse a través de los cerros y los edificios del centro. La demografía del lugar había cambiado sin que nos diéramos cuenta y ahora los trabajadores se dirigían a las paradas de bus para comenzar su día. Cómo una postal de invierno, se les veía protegidos por chaquetas abultadas, bufandas, gorros de lana y en algunos casos hasta guantes.

“Uff se nos fue otra noche parce” me dijo mientras se ponía de pie y se acomodaba su chaqueta de cuero café sobredimensionada. Le dije que se le veía muy bien y me contó que era una vieja chaqueta de su padre. En su delgada figura parecía más un abrigo seleccionado por refinados estándares de moda.

– “¿Tiene hambre?” me preguntó.

“Un resto” le contesté mientras también me ponía de pie.

“Vamos a comprar una arepa con queso. Se donde venden unas re buenas y deben estar recién hechas”.

Aunque no acepté a viva voz, me encontré caminando detrás de ella. Simplemente emprendió camino cómo sabiendo que no me podría negar. Tal vez si me hubiera negado, no le hubiera importado e igual hubiera ido por su cuenta. Sin detenerse volteó a mirarme y me preguntó “Y ¿qué tal las apps de citas?”. No entendí de inmediato a que se refería y seguro tuve un gesto de confusión porque se apresuró a sacar su teléfono y moverlo en el aire, a modo de señal.

“¡Uy no que mierdero!” le respondí sin dar mucha espera: “Le confieso que he caído en ese agujero negro”. Su carcajada me hizo pensar en lo bella que era su sonrisa, pero apuró mi respuesta mientras el olor a tinto empezaba a aromatizar estas feas calles: “¡Cuente, cuente!”

“Pues es que se ha vuelto tan normal… como que todo el mundo lo usa. Entonces no puedo con tanta curiosidad. Pero cada vez que se me acaban los perfiles gratis y veo la publicidad pidiéndome pagar una versión premium recuerdo lo paila que es todo eso.” En ese momento ella ya no llevaba la delantera. En cambio caminábamos a la par y seguía con su mirada mis palabras.

“Pienso que ese diseño nos vende la ilusión de que podemos aceptar o descartar a las personas simplemente por cómo lucen. Al mismo tiempo tenemos el falso privilegio de construir nuestra propia imagen. Tratar de mostrar al mundo cómo queremos que nos perciban. Es una desconexión total de la realidad. Otro de tantos espejismos posmodernos. La destrucción total de la experiencia humana. No me sorprende que ahora la disociación sea costumbre”.

El final de mi apasionado monólogo fue seguido por un silencio reflexivo. Continuamos caminando por un par de cuadras más, antes de llegar a una improvisada y precaria parrilla en donde una vecina atizaba el carbón con una tapa de olla. Algunas personas ya estaban comiendo arepas mientras otras daban espera a su antojo con la vista en su respectivo teléfono. El aroma podría poner hambriento a cualquiera. Esta combinación de mantequilla y sal que era aplicada a cada nueva arepa no solo olía delicioso, también se veía muy provocativa.

– “Buenos días veci, ¿me regala ahí dos arepitas porfa?”

– Claro que si mija, ya le salen.

Agradecimos al unísono y su voz retomó nuestra intermitente conversación: “¿Sabe qué es lo que más me emputa? Tantos punkeros, metaleros, rockeros, lo que sea, entregados cómo perras a sus celulares, a sus Instagram, sus historias y estados de mierda. ¿No se suponía que todos esos parches eran mera rebeldía? ¿No era el punto de toda esa música? ¿Rebelarse? ¿Ahora contra que se rebelan? Cada día salen nuevas bandas, nuevas canciones, nuevos dizque artistas, y lo único que necesitan para serlo es crear una nueva cuenta en redes sociales. Empezar a subir fotos todas fictis. Más promoción. Más contenido irrelevante. ¿No se trataba todo eso de hacer música áspera y emocionante? Ahora parece que es más importante tener mil likes que una buena canción. Es un concurso de popularidad que nunca termina. ¡Todo es vanidad!”.

Aunque sus palabras me llegaban directamente, ya no me sentía tan cómodo con nuestra charla porque ahora la gente escuchaba y nos ponía atención. Algunas personas guardaron su teléfono tímidamente, e incluso la señora de la arepas seguía atenta ese estridente alegato. El llamado de la veci fue la mejor forma de interrumpir a mi amiga y de paso darle fin al hambre de madrugada: “Miren las arepas muchachos”.

Mientras devorábamos esas deliciosas arepas, rellenas de ese queso que se estiraba, la ciudad se iba poniendo cada vez más activa. Más vehículos y buses empezaban a llenar las calles y a lo lejos se escuchaban locuciones comerciales de vidrios templados, mazamorra o envueltos de mazorca. Al terminar la arepa su voz regresó un poco más calmada pero más fulminante. Su tono tomó matices proféticos. Parecía que ya no me hablaba solo a mí, sino a todas las personas cerca:

“¡Tengo la solución a todas tus angustias y preocupaciones! Ya no serás más cautivo y serás verdaderamente libre. Destruye a tu amo. No obedezcas ninguna tendencia. La tecnología no es más nuestra aliada, más bien la condena a un callejón sin salida. Nos ha convertido en esclavos estúpidos, en instrumentos de intereses ajenos. Este aparato…” – exclamó mientras sacaba el teléfono de su chaqueta – “es el empobrecimiento, el sometimiento, el aniquilamiento de la humanidad. Libérate y no caigas nunca más en la esclavitud”. Dicho esto arrojó su teléfono a las brasas.

Ver ese aparato ardiendo en el carbón, convirtiéndose en un combustible más al servicio de las arepas con queso, me impulsó a sacar el mío para que le hiciera compañía. Tras unos segundos de silencio y confusión, algunos comensales también arrojaron sus celulares y fuimos testigos por un rato de ese instante poderoso. Su voz rompió de nuevo el silencio: “Gracias veci”. Así se alejó sin decir más, rumbo al norte.

Yo comencé a caminar hacia el sur a buscar el regreso a casa mientras a la distancia escuchaba “Lleve l’arepa, l’arepa, l’arepa, l’arepa con mantequilla y sal. Quesudita l’arepaaa”.

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