La gran casa azul

“Estos perros saben que el pasado y el futuro no existen. Solo existe el tiempo presente. Ese es el tiempo que tenemos. En el presente celebramos que estamos vivos y que somos libres, jugamos, corremos, revoloteamos.«

“¡Mira, una señal para la playa!”.

 “¿A dónde?”

 “Ahí está una flecha, ¡Hay que voltear a la izquierda!”

En medio de un alboroto al interior del carro solo se podía escuchar un intercambio de gritos y risas. La emoción de llegar al destino se combinaba con el alivio de saber que la estrechez e incomodidad de aquel carro con sobrecupo estaban por terminar.

Con un giro dejamos atrás la carretera principal y empezamos el tránsito por una recta sin pavimentar. No era posible divisarlo en ese momento, pero todo indicaba que al final de ese camino encontraríamos el mar. Tal vez a causa de la emoción, o de las piernas entumecidas, varios decidimos bajarnos del carro y continuar a pie.  A fin de cuentas, ya estábamos cerca y la recta se tornaba más amigable.

A lado y lado empezaban a aparecer restaurantes, tiendas y puestos de artesanías. El pueblo nos daba la bienvenida con una extraña mixtura de precariedad en andenes y fachadas, y una variedad de negocios de apariencia cosmopolita. Esto se podia notar también en los rostros y las pieles. Algunas morenitas y quemadas por el sol, otras bien blanquitas y pulcras.

Por decisión de alguien que iba en el grupo de avanzada, entramos a comer a un restaurante francés. Al momento de cruzar el portón principal notamos que se trataba de una casa un tanto lujosa, con un césped verde, perfectamente cuidado y un sendero de piedra que nos guiaba al interior. Al conocer a la anfitriona no pude evitar pensar que se trataba de una mujer primermundista, agobiada por la comodidad de algún lugar lejano, que decidió encontrar su redención comprando un terreno barato en esta rústica locación.

Sentarme en una elegante silla de cojines naranja y posarme sobre una linda mesa de vidrio no estaba mal. Una chica de rastas, con apariencia mucho más local y sonrisa deslumbrante, trajo la carta mientras nos daba de nuevo la bienvenida. Al revisar el menú pude notar que no había rastros de algo autóctono, únicamente platos internacionales y precios de consideración.

Por un momento, con la mirada fija en una mesa vecina pude reconocer las diferentes conversaciones que ocurrían simultáneamente. Los acentos, los temas, las reacciones, todo parecía artificioso y postizo. La sensación de que las únicas personas propias del lugar eran los trabajadores sirviéndonos a nosotros, turistas rancios, fue insoportable así que me fui a caminar.

Una escalera de caracol llamó mi atención y la subí para buscar una buena vista. El último piso de la casa tenía una enorme terraza, dedicada a recibir chatarra, sillas viejas y basura, pero al acercarse al barandal se podía observar una playa cercana. Recostada sobre el barandal se encontraba la mesera de rastas, seguramente en un pequeño receso, fumando un porrito.

Su reacción al notarme fue sorpresa, como escondiendo en que andaba, pero cuando se dio cuenta de que solamente era un comensal curioso y extraviado se relajó.

“No se supone que deba estar aquí” me dijo mientras aguantaba otra calada. Sin decir nada busqué mi lugar junto al barandal, tratando de encontrar la mejor vista posible. Tras unos minutos me preguntó hace cuánto estábamos en el pueblo y le conté que recién llegábamos. Cuando me preguntó que tal me parecía decidí sincerarme y compartir los pensamientos que pasaban por mi cabeza en ese momento.

“Es un pueblo playero lindo, tendré que explorarlo más. Pero de entrada me siento incómodo con la mezcla de personas locales en pobreza, rebuscandosela en medio de negocios de extranjeros ricos como éste.” Noté que mi respuesta no le gustó debido a su ceja levantada y un gesto de confusión.

“No se si entiendo. ¿Sabes que éste era un lugar peligroso y mucho más pobre antes de que empezaran a abrir estos negocios? Ahora por lo menos las personas tenemos opciones de trabajo gracias al turismo” Creo que entendía su punto, pero para mí seguía habiendo algo incómodo en todo esto. Pensé que por más que lo intentara, yo no estaba en sus zapatos y ella no estaba en los míos. Teníamos historias muy diferentes y eso nos ponía en posiciones difíciles de entender.

Estuve muy tentado a controvertirla, a caer en un aburrido monólogo sobre la obsolescencia del Estado que nos rige, que prefiere dejar el desarrollo de un pueblo a la voluntad y ambición de algún europeo hippie, en vez de traer mecanismos para que los pobladores puedan tener sus propios negocios, desarrollarlos plenamente y no ser empleados en esta especie de encomienda contemporánea.

Afortunadamente me callé. ¿Con qué derecho podía yo insistir en que éste era un tema de dignidad cuando yo, ni vivía ni trabajaba en ese pueblo? Como siempre, era mucho más estratégico dedicarse a alguna conversación banal como el clima, la cantidad de turistas, la pandemia, cualquier cosa.

A lo lejos se escuchó, en un español accidentado, un llamado a trabajar. La mujer se dispuso a volver a su labor, no sin antes decirme que si quería hacer algo durante mi tiempo allí no dudara en escribirle. Me dictó su número de teléfono y bajó las escaleras. Pensar en que la decisión de guardarme las opiniones siempre resulta mucho mejor me sacó una sonrisa y luego de un rato decidí volver a la mesa.

Allí en medio de la risa y regocijo se encontraba mi grupo. Agradecí que en un momento de claridad pidieron comida que podíamos compartir y cerveza para todos, así me salvaron de la dificultad de tener que elegir. Por alguna razón esa pequeña conversación me había dejado en otro estado. Me fue imposible conectar con lo que pasaba a mi alrededor.

Solo podía pensar en lo extraño de nuestras opiniones. Me desesperaba pensar como estos trabajadores estaban a gusto con el estado de las cosas, y esto detonó muchas otras reflexiones en avalancha que ya no pude detener. Cuando un amigo preguntó si estaba bien le compartí lo que había pasado.

“Este mundo no es blanco y negro. Ni usted ni ella tienen razón, pero ambos la tienen al mismo tiempo. Usted sabe que es mucho más complejo que tener la razón, ¿cierto? Tome pola y relájese” Ese oportuno pragmatismo me traía de vuelta al almuerzo y me uní al tema de conversación, de seguro irrelevante porque no me acuerdo cual era.

Cuando terminamos el almuerzo continuamos caminando rumbo a la playa. Tratamos de buscar cigarros en unas tienditas desvencijadas, pero no había ninguna marca conocida. Como además el precio iba en aumento, nadie se animó a comprar. En nuestro camino decidimos abordar cualquier turista fumando para pedirle cigarros y así recolectamos casi una cajetilla completa.

Al final del sendero recto llegamos a una reja. Aparentemente la playa no era un destino al cual acceder libremente. Al contrario, era necesario hacer una fila marcada por vallas de cerveza Águila, como quien entra a un concierto o a un estadio. Una funcionaria llenaba una planilla y solicitaba identificación a todas las personas que ingresaban.

Como iba en la parte final del grupo fui uno de los últimos en pasar por aquel registro. Mi primera reacción fue discutir porqué teníamos que hacer eso. Cuando estaba a punto de desarrollar mi argumento, la mirada fulminante de mi amigo me dejó en claro que no era momento para otro de mis cuestionamientos.

Al acceder a la playa todo fue emoción. Contra todo pronóstico había muy poca gente y varios no dimos espera para entrar al mar. Tras una sumergida refrescante, empezamos a caminar por la parte de la arena a donde llegaban las olas. Allí la arena mojada recibía el rastro de nuestras pisadas, que se desvanecían rápidamente con la llegada de una ola más.

En un momento llegamos a un lugar mágico en el que el rio desembocaba en el mar. Una parte del grupo, con la pereza que deja un buen almuerzo y buscando un poco de sombra, consiguió mesa en un rancho-tienda que allí funcionaba. Los demás fuimos a nadar al rio y, como si de una atracción se tratará, nos dejábamos llevar por su corriente que nos impulsaba mar adentro.

Luego de un rato en esta escena nos volvimos a reunir todos en la tienda. Allí pidieron otra ronda de cervezas y algunos de los cigarros obtenidos fueron encendidos. Por mi parte, decidí ir a caminar un rato más hasta que encontré un gran tronco caído. No se si estaba allí por accidente o premeditación, pero ofrecía una vista e instante perfectos de aquella tarde playera.

En ese momento de quietud algunas ideas se volvieron a activar. Pero no en una forma emotiva sino más bien melancólica. Luego de un rato dedicado a la contemplación del océano noté como una mujer mayor, diría que en sus sesentas, se acercó y sin mediar palabra se sentó al otro lado del tronco.

“Es hermoso ¿no le parece?” fue su forma de romper el silencio. Yo solo la miré y asentí.

“Siento mucha preocupación en sus ojos para alguien tan joven” me dijo mientras su mirada se mantenía fija en horizonte. Como si de una invitación a parlotear se tratara, le comencé a contar de mi encuentro en el restaurante y a compartir, sin que me lo pidiera, mis opiniones sobre el pueblo y sus habitantes.

La mujer escuchaba sin cambiar su gesto. Por momentos intervenía con una corta pregunta que para mí no tenía mucho que ver con lo que yo hablaba. ¿Dónde vive? ¿En qué trabaja? ¿Qué quisiera hacer más adelante? En retrospectiva pienso que la mayoría de palabras que salían de mi boca eran quejas. Expresiones de una permanente inconformidad.

¡Que lindos perros vienen ahí! me dijo mientras su mirada cambiaba de dirección. A la distancia venían correteando y jugueteando tres perros. Uno era blanco con orejas negras y manchas café, otro era café con la trompa blanca, y el tercero, el que parecía liderarlos, era negro con el pecho y el hocico cafés. Recuerdo que sus patas también eran cafés porque pensé que parecían zapatos.

Mientras pasaban cerca al tronco la mujer tomó la palabra: “Estás ahora frente a la gran casa azul. Es momento de entregarle tantas preocupaciones que ni siquiera existen. Solo existen en tu cabeza. Si lo quisieras, podrías ser como esos perros, mucho más sabios que tú”.

“¿Cómo así que mucho más sabios?” me apresuré a preguntar. Ella se detuvo, tomó aire y continuó: “Estos perros saben que el pasado y el futuro no existen. Solo existe el tiempo presente. Ese es el tiempo que tenemos. En el presente celebramos que estamos vivos y que somos libres, jugamos, corremos, revoloteamos. Creo que deberías intentar ser menos humano y más perro”.

Frente a esto no supe que decir, pero se sintió liberador. Por un momento cerré los ojos e imaginé que en efecto yo era un perro. Pude sentir la brisa y el sonido del mar de manera diferente, como si de repente hubieran llegado y se hubieran llevado mi preocupación. Por un momento me sentí realmente libre. No importaba si tenía que volver a trabajar, no importaban las culpas de mi pasado, no importaban las angustias del porvenir. Solo importaba ese momento.

Cuando abrí los ojos la mujer ya no estaba. Empecé a buscarla desde mi lugar, pero parecía que se hubiera desvanecido. Era imposible que una mujer mayor hubiera caminado tan rápido. Con el desconcierto a cuestas regresé a la tiendita donde seguía el grupo, ahora jugando Uno. Les conté lo que había sucedido, pero nadie dijo nada. Únicamente sentí sus miradas de confusión y un silencio momentáneo, que fue interrumpido por un señor que vino a cobrar las bebidas.

Mientras recolectaban unos billetes arrugados y la partida de cartas continuaba, el señor de la tienda exclamó “Yo creo que la doña se devolvió a la gran casa azul”. Allí tomó el dinero, recogió las botellas vacías y regresó a su silla mecedora.

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