El crujido de las ramas secas acompañaba el chasquido de algunos mapaches al masticar su carne y el chillido de otros en su danza alrededor del fuego. Mientras esta luz en la oscuridad seguía encendida, los gritos de terror y dolor de estos absurdos humanos al verse devorados ya se habían extinguido hace algún tiempo.

La oscura tranquilidad del bosque era interrumpida en ese momento por las brasas luminosas de una fogata. Aunque ardía ya por un buen tiempo, su ocaso aún no era evidente. Si su vida fuera una curva se podría decir que se encontraba en su etapa descendente. El crujido de las ramas secas -combustible de las llamas- acompañaba el chasquido de algunos mapaches al masticar su carne y el chillido de otros en su danza alrededor del fuego.
Mientras esta luz en la oscuridad seguía encendida, los gritos de terror y dolor de estos absurdos humanos al verse devorados ya se habían extinguido hace algún tiempo. Cómo se encontraron con tan horrible destino es algo que conozco y que puedo explicar, si es que a alguien le interesa.
Citadinos. Juventud urbana fastidiada por su comodidad. El hastío se anidó en sus desubicadas cabezas y salir al monte apareció como una alternativa ideal. Aunque ese hastío era algo que compartíamos, durante todo el trayecto hasta este lugar pensé que en este grupo tal vez ocurría por las razones equivocadas.
Entiendo el alejamiento de la civilización; la búsqueda del bosque cómo escape de una vida en escenario, postiza y artificial. Resultado del agotamiento de tanto ruido, de tantas personas, infinitas realidades ocurriendo en un mismo instante. El cansancio de las transacciones y de los precios omnipresentes en cualquier pequeña acción. El flujo incesante de dinero, cómo si en esto consistiera la existencia. Al menos esos son los motivos que -pienso- me llevaron a aceptar esta invitación.
Aún indeciso, me hallé hace algunos días en el punto de encuentro. Una zona aledaña a la universidad, cimentada en las montañas, muy cerca a los límites de esta ciudad y el comienzo de la vida natural. Fui llamado desde una lujosa camioneta, en donde mis compañeros de viaje ya se encontraban listos para emprender el camino. Provenientes de zonas distantes y exclusivas de la ciudad, completaron la tripulación conmigo por razones que aún desconozco.
Nuestros caminos se fueron cruzando a lo largo de los años por haber compartido experiencias en pasadas vidas oficinistas. Gracias a haber coincidido en algún trabajo que no sé cómo conseguí me gané su simpatía y terminé haciendo parte de este extraño grupo. Así como sucede con muchas amistades y relaciones, no sé qué les pareció agradable o simpático en mí, pero el caso es que allí estaba.
La camioneta empezó a subir la carretera que dirige a las montañas mientras los edificios del centro y las grandes avenidas se iban haciendo cada vez más pequeñas a la distancia. El ruido interminable y las grandes congestiones iban quedando atrás con cada curva y la vegetación se tomaba el paisaje, llenando de aroma a monte y a matas el vehículo.
Mientras avanzábamos, el grupo continuaba una conversación que precedía a mi llegada y que mi incorporación poco afectó. Esta consistía en una descripción del plan que nos esperaba: unos días de acampada en un bosque misterioso que colindaba con los terrenos de la familia de uno de los integrantes de este grupo, que en este relato se conocerá como H.
En su relato se hablaba de la propiedad familiar cómo una gran extensión de tierra, sin mayor uso que una casa central que servía de refugio en días de descanso y vacaciones. Sus palabras me hacían pensar en una ostentosa construcción de tres pisos que podía imaginar a través de sus relatos de jacuzzis, miradores y cobertizos.
A pesar de que éramos varios los tripulantes, su narración parecía ser dirigida exclusivamente a una persona, una chica delgada, de cabello largo y lacio, con un suave acento argentino, a quien recuerdo como M. La sensación que crecía en mi era que simplemente trataba de impresionarla. Al mirar los árboles pasar velozmente a través de la ventana me desconecté de su conversación.
Las palabras y frases que oía en ese momento perdieron su sentido y aunque sabía que en conjunto construían mensajes e ideas, para mí se convirtieron en un ruido de fondo, no muy diferente al sonido del motor acelerando o de las llantas en su fricción con el pavimento. Mi concentración se volcó a encontrar la contradicción de la experiencia.
Mucho se había mencionado el deseo de escapar de la ciudad en búsqueda de la naturaleza (eso era lo que yo encontraba atractivo) pero ir en este carro, orientado por Waze, con el sonido del estéreo opacando cualquier bullicio de aves o el viento de los árboles carecía de sentido. Las anécdotas de una lujosa casa moderna irrumpiendo en el bosque tampoco ayudaban.
Noté que M se dirigía a mí por primera vez, tal vez repitiendo alguna pregunta que había pasado desapercibida en mi ensoñación. Cuando regresé a ese instante y lugar, noté a todos los tripulantes inmersos en sus dispositivos, perdiéndose del espectáculo a otro lado de las ventanas. Pude entender que M indagaba cómo había conocido yo al resto del grupo.
‘A H lo conocí hace algunos años trabajando en una agencia’ le respondí mientras desde el puesto trasero me acercaba al asiento de copiloto para jalar el pelo y las mejillas de H. ‘Éste lo ves todo callado, pero es un loquito’ respondió H, con su acento inconfundible. Los demás tripulantes seguían en silencio, arrastrando sus pulgares mientras exploraban contenido sin fin.
Pude notar que M me observó, cómo leyendo mi rostro. En un par de segundos me sentí escaneado. Pude notar su mirada pasando rápidamente por mis viejos tenis negros -ya un poco rotos- mi único pantalón negro -el que alterno con diferentes camisetas- y una vieja camiseta gris que decía Austin, Texas. Sé que trató de hacerlo de la manera más disimulada, pero fue lo suficientemente largo cómo para que yo lo pudiera notar.
En su intento por mantener la conversación me preguntó si yo también era de esta ciudad. ‘Hablas un poco diferente a ellos’ me dijo y yo le expliqué que había crecido en un barrio diferente al resto. Solo asintió en silencio. ‘Y tú M, ¿de dónde eres? le pregunté, queriendo extender un poco nuestro intercambio. ‘Yo soy Napolitana’ me respondió mientras arreglaba su cabello castaño claro.
‘¡Genial! ¿hace cuanto viniste de Italia?’ le pregunté con un genuino interés. ‘Bueno, mi abuelo vino de Italia, yo nací en Buenos Aires’ me respondió antes de que el silencio reinara de nuevo, solo interrumpido por alguna señal proveniente de Waze, ‘Cámara de velocidad reportada más adelante’.
Luego de un par de horas de viaje, llegamos a la casa familiar de H. Tal como lo había imaginado, se trataba de una elegante construcción, seguramente encargada a un prestigioso arquitecto. Alrededor se veía un verde inmenso, pero sin ningún rastro natural. Más bien asemejaba un delicado césped, cuidadosamente cortado y mantenido, al estilo de una cancha de golf. El interior de la casa era amplio, luminoso, y grandes ventanales ocupaban el espacio en donde uno esperaría muros.
Cuando pensaba que el sonido de las aves o las ramas de los árboles siendo movidas por el viento iban por fin a acompañarnos, H se dispuso a activar las bocinas del lugar por medio de comandos de voz. ‘Pon música’, ‘Abre las cortinas’, ‘Enciende la chimenea’ y cosas por el estilo. La tripulación descargaba el carro con bolsas repletas de cervezas, frituras, y demás alimentos de supermercado.
Mientras cada integrante iba encontrando su lugar en una amplia sala con numerosos sofás reclinables, intercambiaban historias de las respectivas propiedades familiares que, por alguna razón u otra, parecían tener elementos en común con la que nos albergaba esta tarde. ‘Mi tía tiene un mesón de cocina super parecido a éste’ decía alguno, ‘Mis abuelos tienen en su casa una vajilla holandesa igualita a la tuya’ decía otra, ‘Mi prima trajo un jarrón así de París’ añadía M sin quedarse atrás.
Mi deseo de escape se acrecentaba al ejercer mi derecho a la contemplación a través de uno de los grandes ventanales. Podía ver cómo un tupido fondo de vegetación aparecía a unos cuántos metros. Al verlo como un todo, cómo un solo elemento, no era más que una textura de diferentes tonos de verde, pero cuando mi atención se enfocaba en una pequeña sección, saltaban a la vista pequeños detalles. Algunos pajaritos, algunos insectos volando, e incluso algunas ardillas.
Me sorprendió mucho notar que había un mapache mirándome. Casi no se podía ver a simple vista, pero al fijarme en él, sus rayas grises y negras se distinguían del paisaje. Rápidamente se escondió y no supe si se trataba de un efecto visual. ‘¡Me pareció ver un mapache!’ exclamé, interrumpiendo alguna conversación que la verdad ya no estaba siguiendo. ‘¡No puede ser! En esta zona no hay mapaches, loco’ se apresuró a responder un amigo de H. ‘La verdad es que a mi abuelo le fascinaban los mapaches’ nos explicó H.
‘Hace años se obsesionó tanto que mandó traer algunos, pero eso se salió de control. Se volvieron agresivos y los tuvieron que matar. Pero unos escaparon y ahora sus descendientes viven cómo animales salvajes. Hay que ponerles trampas porque han atacado a gente de la zona’. Al terminar su breve explicación se apresuró a exclamar un nuevo comando: ‘Cerrar cortinas’.
Con la caída de la noche el ambiente iba transformándose. Una caneca destinada al reciclaje se iba llenando de latas de cerveza y la música iba subiendo su volumen, mientras el alboroto y las carcajadas se multiplicaban. Mi esfuerzo por hacer parte del grupo y encajar un poco se vio truncado por una escena en la que cada persona empezó a mostrar su dispositivo.
Cada tripulante iba mostrando su teléfono última generación, y comentando todas las especificaciones técnicas que lo hacían maravilloso. Sumado a esto, cada uno tenía una historia sobre su exorbitante valor y el lugar del mundo en que lo compraron; Tokyo, Dubai, Londres. Esto me recordó una secuencia de ‘American Psycho’ en la que aquellos yuppies detestables mostraban sus tarjetas de presentación, regodeándose de la calidad del papel y del tipo de letra que hacía a su tarjeta mejor que las demás.
La nausea que esto me provocó me hizo salir de la casa a buscar aire fresco. La casa era rodeada por un amplio pasillo de ladrillos en los que había sillas de camping y demás mobiliario de exteriores, todo cubierto bajo un amigable tejado y protegido por una cerca de pilares blancos de piedra tallada.
A los pocos minutos de estar allí, ya absorto en la oscuridad del bosque cercano, escuché a H, quien salió en mi búsqueda. ‘¿Esta todo bien loquito?’ me preguntó. ‘Si H, todo bien. Esta muy bella tu casa. Me estaba preguntando si va a haber un poco más de bosque y de naturaleza esta noche’. H soltó una risotada y me dijo ‘Creo que llegó el momento’.
Volvió a entrar en la casa para hacer que todos salieran. Consigo trajo una carpa y una nevera de plástico, seguramente llena de más provisiones. ‘Ahora si llegó lo que esperaban, vamos a montar esta carpa’. Aunque en algunos rostros pude notar un gesto de desánimo o decepción, nadie puso objeción y nos adentramos en un bosque cercano.
Luego de atravesar una zona tupida de árboles, llegamos a un claro. La luna era brillante esta noche y se veían rastros de fogatas pasadas en una parte de este lugar. La carpa se dejó armar fácilmente, por lo que no se necesitaba ser un experto. Una vez instalada la carpa, M activó un parlante de bluetooth en su interior con un poco de música mientras H apilaba algunas ramas secas cerca de la zona destinada a la hoguera.
Parecía que no era la primera vez que activaba el fuego, porque no presentó mayor dificultad. Al ser una noche seca, sin atisbos de lluvia, la llama creció fácilmente y su luz resplandecía con fuerza en medio de esta oscuridad. Tras destapar un par de cervezas H sacó de su chaqueta un papel. Lo que parecía ser una fotocopia doblada minuciosamente hasta quedar diminuta, fue desplegada para revelar en su interior unos cartoncitos más pequeños que una uña.
‘Bueno, ha llegado el momento de experimentar la naturaleza chicos’ dijo H mientras ponía uno de los cartoncitos en su lengua y extendía la fotocopia para ofrecernos unirnos a su viaje. Cada uno fue imitando al anfitrión y no pasó mucho tiempo hasta que la desinhibición se hizo presente.
Las voces, así como las opiniones que transmitían, también se iban revelando. ‘…en definitiva la pobreza es mental. El pobre es pobre porque quiere…’ decía alguno en medio de su perorata. ‘Deberían regresarse a su país, solo vienen a aprovecharse de lo nuestro…’ le escuché a M. ‘Es que los negros solo sirven para bailar y jugar fútbol…’ escuché en boca de otro. El mismo H se arrojaba a esa abominable conversación ‘No nos dejan tener armas porque no quieren que protejamos nuestra propiedad. ¡Si alguien se mete con lo mío yo tengo derecho a matarlo!’
Afortunadamente ese ambiente de barbaridades sin ningún filtro ni reserva -que ya me mal viajaba- rápidamente derivó en el baile, cada vez más sensual, al ritmo de algún reggaetón de Karol G o Bad Bunny. La cadencia sincopada de estos sonidos dio paso a una cercanía de los cuerpos y los alientos. Aunque excitante, el movimiento era torpe porque muchas personas de esta ciudad bailan muy mal y nosotros éramos el ejemplo perfecto.
Las prendas empezaron a estorbar y poco a poco se fueron desprendiendo de los cuerpos que protegían. Las pieles se estremecían y la carpa fue refugio para un entresijo de contactos, jadeos, manos y bocas, en las que ya no se sabía que parte era de quien o donde acababa una persona y seguía la otra. Era una entrega total al placer, cómo la escena clímax de El Perfume. Cuando van a ejecutar a Jean-Baptiste en una plaza. Recuerdo haber pensado en esa tenebrosa fragancia en medio de aquel momento.
No se decirles quien gritó primero. Nadie se percató de criatura alguna acercándose, ni observando esta incómoda imagen. Pienso que los primeros gritos ocurrieron al sentir los dientes clavándose en la carne. Demasiado tarde. Al fondo de la carpa pude ser testigo de cómo decenas de mapaches se dedicaban a arrancar pedazos de cuerpos desnudos en medio de los gritos.
Cualquier intento de correr o escapar era completamente inútil. Me encontraba paralizado, sin entender que ocurría, sospechando que todo esto no era más que un mal viaje sin control. No parecía ser la primera vez que estos mapaches causaban este festín de sangre, tripas y terror. Iban directo a las arterias, a los ojos, a los órganos. Con miradas desorbitadas en su propia orgia y los hocicos escurriendo sangre.
Cerré los ojos con fuerza, encerrando mis piernas con mis brazos, tratando de hacerme lo más pequeño posible, cómo si esto fuera evitar a este deseo aniquilador. Ya no quedaban cuerpos dentro de la carpa y los ruidos se habían silenciado. Únicamente los sentía retumbando en mi cabeza, pero los oídos solo percibían unos chillidos animales, cómo si se estuvieran riendo.
Pasados algunos minutos, y en medio del desconcierto, me asome afuera de la carpa, imaginando los cuerpos devorados por esas hambrientas criaturas, pero mi hallazgo fue más espeluznante: Los cuerpos seguían ahí. Eran sus rostros y sus cabelleras las que ya no estaban. Eran ahora portadas por unos mapaches, a modo de máscaras y pelucas, mientras danzaban y chillaban alrededor del fuego.
Parecían burlarse en una máxima humillación de nuestra naturaleza. Agasajados en el absurdo que es ser humano. Viviendo una existencia de deudas, arriendos, salarios y propiedades. Riéndose de la idea de que algo podemos poseer, de que podemos trascender, de nuestra auto percibida importancia y significancia, de la idea de una personalidad o una individualidad, cómo si todo eso no se tratará más que de un espejismo o un chiste ridículo.
Entendí lo que decían. Podía interpretar sus chillidos. No cómo una codificación a través del lenguaje, sino cómo una verdad evidente que me había sido revelada, más allá de la capacidad de las palabras. Una realidad ulterior. Fue allí cuando me pregunté por qué yo no había sido destrozado, por qué aún tenía rostro y cuero cabelludo.
Un mapache viejo, más lento que el resto, me miró a los ojos. Su mirada puso en mi mente la imagen de ‘Asesinos por Naturaleza’ y el recuerdo de que cuando Mickey y Mallory cometían sus matanzas era muy importante que alguien quedara vivo. Solo así se sabría que fue lo que pasó. En seguida escuché unas palabras, esta vez no como pensamiento, sino audiblemente, como si la criatura me hubiera hablado: ‘Tu no hablas tanto, así que puedes vivir. Pero solo si corres muy rápido’